14.11.13

EL CUERPO DURANTE LA DICTADURA MILITAR (BREVES CONSIDERACIONES ACERCA DE UN ACTO FALLIDO)

Foto:  Sara Facio

Es necesario ubicar el contexto histórico donde tienen lugar los sucesos psíquicos. Resulta importante para lograr una comprensión más profunda de las circunstancias, aún las del inconsciente.
Sincronizar la historia personal con la historia del mundo. Un país, en este caso.
Esta breve reflexión parte de un doble lapsus. Ocurrió mientras transcribía un apunte de psicología: cuando debía copiar la frase «la palabra distancia curando en la ajenidad, dando historia a las frases; evitando ese congelamiento mortal donde el cuerpo es el sujeto...» escribí involuntariamente — dos veces consecutivas— una construcción inquietante: «el cuerpo es el proceso».
El cuerpo es el proceso. Pronto relacioné...
El cuerpo del Proceso Militar en la Argentina es un cuerpo sustraído, apropiado y mancillado por ese tenebroso otro de la ley (kafkiano, brutal, tiránico, inaccesible). Un cuerpo desaparecido que en palabras del amo (ese otro del deseo perverso) «no está», «no existe», «no es» (declaraciones del general Videla en una tristemente célebre conferencia de prensa). Un cuerpo negado hasta en la brutal e incontrastable evidencia de la muerte. Un cuerpo censurado. Esposado. Maniatado. Anónimo. Torturado.
Si El Proceso, en el sentido de la novela de Kafka, narra la intervención de una ley desconocida cuya lógica no se llega a vislumbrar, el proceso militar es la abolición de toda ley,  el imperio del miedo absoluto.
Donde la subversión — esto es, la transgresión implícita en la base misma de todo deseo— es el elemento a reprimir. Durante la pre—pubertad y la adolescencia misma de mi generación, el deseo intentó ser inscripto por los mecanismos autoritarios de los colegios católicos, mientras los entes censores cortaban (atención a esta palabra) las películas, esto es, las escenas eróticas, es decir la pulsión básica voyeur con su correspondiente contrapartida exhibicionista.
Los cines eran ese espacio sacralizado al que no se podía acceder (por la circunstancia— rito— carente de iniciación tribal— de no tener dieciocho años: edad apta para la guerra). La televisión de aquellos años tenia una publicidad institucional donde un churrasco era devorado a dentelladas por la «subversión». No tardé en hacerme vegetariano.
Otro slogan perverso, situado alrededor del Obelisco, a pocas cuadras de mi casa ubicada frente a TRIBUNALES (otra vez la idea del juicio) decía (advertía) EL SILENCIO ES SALUD. Para mi generación, los dieciocho años no equivalían a la edad apta para emitir un voto sino a Malvinas, es decir la edad apta para ir a la guerra.
¿Cómo no relacionar los confesionarios de los colegios católicos de aquella época con las otras confesiones que requerían penitencias tan morbosas como descargas eléctricas y torturas?. La guerra y otro sustraimiento del cuerpo cuya imagen a través de las revistas o la televisión devolvían mutilaciones y nuevas desapariciones e intervenciones de la ley.
Los vuelos, los cuerpos arrojados al río, los centros clandestinos de detención, la complicidad de los medios (miedos), los gritos de gol, las madres desposeídas como moderna recreación del mito de Antígona, los uniformes y el autoritarismo de los colegios religiosos.
Por otra parte en el lapsus que originara esta nota contrapuse o vinculé de manera involuntaria SUJETO a PROCESO.
Sujeto: atado al proceso. Atado al cuerpo. Sujetado. Procesado. (ley de castigo por el deseo). La «salud» de silenciar.
El cuerpo es el proceso de habitar un cuerpo. El cuerpo es su proceso de habitarse. El cuerpo procesa y algún día cesa. El cuerpo y sus procesos de metabolización y abastecimiento. Digestión. Circulación. El cuerpo congelado en una mirada vive en el cambio: en los procesos. Proceso que hoy requiere la necesidad de recuperar el extraviado poder de la palabra y un compromiso: Intentar escuchar eso algo otro que habla cuando hablamos. Cuando somos hablados o pensados en la conversación fundamental que nos constituye. Desinscribirnos del poder que nos estupra.

© Javier  Galarza

(publicado por primera vez en Revista LA MALDITA, número 7 )

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