Camino y
estoy perdido desde que tengo memoria, quizás desde que
caminé de los brazos de mi madre hacia algún lugar que aún no descubro. Y como
todas las especies de la tierra, necesité delimitar mi territorio. Son unas
pocas cuadras que transito infatigablemente, desde El Bajo hasta el microcentro.
Calles que indago con desesperación porque revisar nuestra historia y su
contexto habla de una ciudad que nos roban y desaparece. Y así como Praga suena
hoy inseparable de la leyenda del golem y de Franz Kafka, Buenos Aires también
tiene sus mitologías en el barrio de Abasto y Carlos Gardel o Recoleta y el
postergado descanso de Evita, el cementerio de Chacarita y la bóveda de Alfonsina
Storni o el nicho de la ya mítica bailantera Gilda. La ciudad crece contra el
río, se extiende más allá del puerto y se multiplica tanto en historias como en
leyendas urbanas. Cerca de la calle Florida, las galerías subterráneas de la
antigua Manzana de la Luces contrastan: los túneles de la época de la colonia
bajo la peatonal.
MICROCENTRO
Recorro un
tramo de la calle Esmeralda. El taxista cuenta «antes esta era una zona poblada
de casas de moda, si te fijás bien, todavía quedan restos del tranvía… » Ahora
el lugar se transformó en una zona
de bancos y operadores de bolsa. «Estas calles que recorro ya no son mi ciudad…»
confiesa el conductor.
Bajo y
camino hacia una plaza extraña, algo sombría, con monumentos de hierro
retorcidos y paredes repletas de pintadas, un lugar como un refugio momentáneo de
perros, niños y paseantes que desentona con los edificios circundantes.
Entonces recuerdo que una madrugada, en un impulso desesperado caminé hasta
aquí. Leí que se hacían excavaciones, pues se descubrió bajo la plaza un
cementerio de la época de la colonia. No amanecía y estábamos solos los
cadáveres y yo. Junto a la mirada furiosa de un escritor que abrió los ojos en
ese lugar, un particular literato que aún hoy no puedo leer sin odio. Esta
plaza de la calle Esmeralda lleva su nombre: Roberto Arlt.
MONTEVIDEO
980
En un
impulso intercepto la puerta negra que comienza a cerrarse tras la entrada de
un vecino apurado. Es un día de frío y lluvia y estoy encerrado en este
edificio lúgubre digno de una película de Roman Polanski, aquí donde vivió y
murió la poeta Alejandra Pizarnik. Me pregunto si los espejos enfrentados del
pasillo de entrada habrán sido testigo de ese final, si reflejaron sus
sucesivas internaciones hasta la definitiva sobredosis de barbitúricos. Pienso
en la violencia que transmite el impulso irrefrenable del acto suicida, esa
voluntad de «no ir más que hasta el fondo». Allí donde se dejó dormir cuando
sus lápices y papelitos se astillaron hasta el estallido final y cincuenta
pastillas para conjurar el insomnio y pasar al otro lado del espejo como su
admirada Alicia de Lewis Carrol. Atrás quedan el bar El Cisne, en la esquina,
donde se sentaba a escribir, su larga residencia en el barrio de Avellaneda,
desde donde inició entre ataques de asma y pánico, sus primeras incursiones
literarias de la mano de Juan Jacobo Bajarlía en una Buenos Aires floreciente
en el ámbito editorial, frecuentado por personajes como Oliverio Girondo y
Pichon Riviere, la reclusión aforística de Antonio Porchia, la gente de Poesía
Buenos Aires con Raúl Gustavo Aguirre a la cabeza, sus amigos Olga Orozco,
Ivonne Bordelois y más allá, en París, Octavio Paz y Julio Cortázar. Sus
terapias, sus internaciones en el pabellón neuropsiquiátrico del Hospital
Pirovano, y su estallada máquina de sujetos textuales.
REMEMBRANZA
El
escritor Cesar Aira, amigo personal de la poeta, contó una anécdota en un bar
de la avenida Corrientes, luego de una magistral charla en el Centro Cultural
Rojas. Alejandra, por su cárcel formal y minimal precisión de vocablos, jamás
hubiera utilizado en sus poemas palabras o construcciones de la vida cotidiana
como «café con leche». De hablar de una comida, dijo, lo haría del «vacío al
horno con papas». Vacío porque remite a la nada de la existencia. Decir «horno»
tiene cierta connotación infernal y «papas» remite a lo religioso.
CORDOBA Y
ESMERALDA. MAIPU. AVENIDA DE MAYO.
Frente a
un lujoso edificio blanco de Avenida de Mayo cuya fachada resiste el paso del
tiempo, miro hacia el balcón del piso más alto. Porque allí una señora canosa y
adelantada a su época llamada Alfonsina Storni intentó besar a un joven llamado Manuel Mujica Láinez,
quien huyó espantado ante el intento de la poeta. Intento imaginar la ciudad
algún tiempo atrás cuando hacia el añejo café Tortoni caminaba, entre otros,
Federico García Lorca. Y un poco más allá, en Maipú al 900, la que fuera casa
de Jorge Luis Borges. La calle desemboca en la Plaza San Martín, donde el
maestro realizaba sus paseos diarios. Una cita del cuento «La muerte y la
brújula» me acude a la mente una y otra vez con la recurrencia de la obsesión: «La
casa no es tan grande. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los
muchos años, mi desconocimiento, la soledad».
MEXICO AL
500
Tomo la
calle Venezuela bajando desde la avenida 9 de Julio. Una placa distingue el solar
donde vivió durante años el escritor Witold Gombrowicz. Doblando hacia la calle
México se destaca el edificio donde alguna vez funcionó la Biblioteca Nacional
y uno de sus bibliotecarios fue Jorge Luis Borges. Logro entrar sin ser
detectado por la guardia. Entonces me invade el ruido de una música informe.
Percibo algo extraño en los ejecutantes de la orquesta, algo que no logro
decodificar. De pronto, tropiezo accidentalmente con la mujer más hermosa que
he visto. Es albina, como surgida de alguna mitología. Y ciega. Entonces
comprendo que el particular ensayo está formado por una orquesta de ciegos.
Pienso que Borges también concibió su cosmogonía entre estas paredes. La
inmensa biblioteca de Babel que metaforizaba el Universo. Es demasiado. Debo
irme. Los secretos del Cosmos, casi tanto como los del amor, son vastos e
inabarcables.
Y debo
seguir caminando.
© JAVIER
GALARZA
1 comentario:
Gracias por este periplo terrestre que nos aproxima a calles que ahora sólo viven en la memoria. Y más aún gracias por compartir estas notas sobre poetas, escritores, que hemos y seguimos amando.
Saludos, Javier!
Amalia M. Abaria
Publicar un comentario